Educar el corazón en tiempos desafiantes

Educar el corazón en tiempos desafiantes

Vivimos tiempos intensos. Una sociedad marcada por el apuro, el estrés, la sobreexposición a estímulos y, muchas veces, por un clima social de agresividad que se filtra por todos los rincones: los medios, las calles y, sobre todo, las redes. Esta realidad, que nos atraviesa como adultos, también penetra en la infancia de nuestros niños y niñas, modelando vínculos y afectando su modo de estar en el mundo.

Este escenario desafía nuestras prácticas educativas y nos invita a poner el foco, más que nunca, en la educación emocional y en el cultivo de virtudes como la templanza, la empatía y la prudencia.

La escuela es un espacio vivo, habitado cada día por una amplia gama de emociones: la frustración cuando algo no sale, los temores frente a lo nuevo, la alegría y la euforia por los logros, el cansancio acumulado, la desmotivación que a veces aparece, la curiosidad que empuja a aprender, la ansiedad, el enojo, y también, en ocasiones, la tristeza o el dolor. Estas emociones necesitan ser alojadas, reconocidas y también gestionadas. No se trata de evitarlas, sino de acompañar a cada uno a identificarlas, expresarlas y canalizarlas de manera saludable y respetuosa.

Las emociones están en el centro de la vida escolar. Pueden abrir o cerrar las puertas al aprendizaje. Un clima emocional positivo, nutrido por gestos tan simples como una sonrisa, un “gracias” sincero o una palabra de aliento, transforma el día de un niño, de un docente, de una familia. Cuando los vínculos se tejen desde el respeto, el cariño, el límite amable y la mirada esperanzada, se enciende la chispa de la confianza. Cuando la confianza es el tejido que une la trama escolar, esa chispa hace florecer lo mejor de cada uno y nos permite cooperar en pos de acompañar el crecimiento de nuestros estudiantes (¡que son el centro de todo!).
En este punto, parece valioso que como comunidad escolar nos preguntemos: ¿Qué bienestar queremos construir? La psicología positiva, de la mano de autores como Seligman, nos enseña que una vida feliz no es solo una vida placentera ni exenta de dificultades o frustraciones. Es una vida con propósito, con vínculos significativos, con espacio para la gratitud, los sueños, la superación, la fe.
En nuestra escuela, este bienestar profundo encuentra raíces aún más hondas en la espiritualidad y la trascendencia que el evangelio nos propone. Cuando la vida se orienta hacia el amor, el servicio y la fe, cuando se reconoce a Jesús como fuente de sentido, los adultos podemos atravesar las exigencias y mandatos de una sociedad del cansancio y la inercia, y los niños y niñas crecen con mayor fortaleza interior y apertura al otro.

En este sentido, y en el contexto del Año Jubilar, recordamos con Francisco que la esperanza cristiana no es ingenua ni superficial, sino una fuerza que transforma, que consuela y que alienta a mirar más allá del dolor, hacia un futuro lleno de luz. Educar en la esperanza también es enseñar a confiar, a sostenerse en la adversidad, a buscar el bien y a vivir con sentido. Que este año jubilar renueve en nosotros el deseo profundo de sembrar esperanza en los corazones de nuestros niños y niñas.

Gabriela León